Lobos

Ya no debería sorprender que los políticos en época de campaña hagan, a ojos de los ciudadanos, lo que jamás hubieran hecho en otras circunstancias. Ya no debería sorprender el show (en el estricto sentido de la exhibición ostentosa y pública) de la degradación del respeto por el sujeto. Alguna vez, hace muchos años, mi amigo el Dr. Negro Nagra me decía que quería hacer una lectura semiológica de los espacios políticos de la ciudad. Aquella vertiginosa idea se le apareció una tarde en el barrio de Barracas cuando, en una pared, vio la pintada "Luche y vuelve", en alusión a la operación Retorno del General Perón; una proclama política de más de 15 años de antigüedad en aquella época. Si nadie la había tapado con otra, si nadie la había eliminado -sostenía- era porque ese espacio ya no era codiciado por los movimientos políticos post dictadura. Ya no se jugaba en cada calle, en cada pared el destino de este país. Sólo en las grandes avenidas, en las grandes concentraciones urbanas, en los medios de comunicación. Esa pérdida del espacio de discusión, ese abismo político, se profundizó durante los últimos años al punto de -al contrario de lo que sucediera en los principios de la década del '80- ya no preguntarse por la "plataforma política" de un candidato, de un partido, sino digerir los balbuceos de oficialistas y opositores y ver cuál resulta de mayor tolerancia para el hígado ideológico de cada quien. Es, en definitiva, una traza de la brecha que ha alejado a la raza de los políticos del resto de los mortales. Pero toda comodidad ideológica esconde el alto precio que debe pagarse por ella. Es cómodo declamar que se vayan todos, es cómodo decir que todos los políticos son inmorales, indignos del poder que detentan. Y es cómodo, básicamente, porque la declamación quita de la escena de discusión (incluso la que uno tiene consigo mismo) la responsabilidad de cada uno en que este país sea lo que es. Como artilugio de la culpa, la simulación de la inocencia; la impotencia expresada en el "no puedo hacer nada al respecto", el clásico "yo de política no entiendo"; el falso "jamás pensé que se iba a convertir en esto"; el voto electrodoméstico, el voto en cuotas fijas, el voto de las vacaciones en el exterior; no son más que algunas de las tantas formas que tiene uno de las peores consecuencias del exterminio de los movimientos populares: el argentino convertido en cordero. Desde el asesinato sistemático de los anarquistas a comienzos del siglo pasado hasta los 30.000 desaparecidos de la última dictadura genocida, el "no te metas", el "algo habrá hecho" y todas sus derivaciones no hacen sino evidenciar el profundo miedo de la sociedad argentina. Y se sabe: a los lobos les gustan los corderos. Estos viejos nuevos políticos me recuerdan a los lobos de La ley de la vida, el extraordinario cuento de Jack London. Lobos que acechan al mentado (y mentiroso) Ser Nacional a semejanza de esos otros de ficción que esperan que se apague el círculo de fuego que los mantiene alejados del viejo Koskoosh -abandonado por su tribu en medio de la nieve- para devorarlo sin piedad. El argentino acepta, votando el mal menor, ser devorado por esos lobos; ser el alimento de la manada que perpetuará lobos para que busquen a lo largo de la historia a todos los viejos Koskoosh, albergando el sueño de un fuego eterno, una llama votiva; fuego que se extingue; aliento de lobos.

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